El Otro –
Mentira la verdad
¿Quién soy yo?
¿Dónde estoy yo? ¿Adentro? ¿Quién es el otro? ¿Dónde está el otro? ¿Afuera? Pensar
al otro se nos presenta como una tarea problemática, por no decir imposible. Todo
lo que diga sobre el otro lo digo desde mi yo. Pero el otro, se supone, es lo
que no tiene ningún contacto conmigo. Mi hija es un otro. El problema es que
cuando definimos al otro... lo hacemos pensando en todo aquello que excede de
modo absoluto al yo. Mis fans son un otro. Todo lo que no soy yo ni está
determinado por mi yo es un otro. Mi nuevo chofer es un otro. Todo lo que me
excede es otro y, sin embargo, mi hija, mis fans, mi representante, mi nuevo
chofer cobran sentido, o sea, son lo que son siempre para mí, siempre para un
yo que los categoriza previamente.
Pero, entonces,
¿podemos acceder al otro despojándonos absolutamente de lo que somos? ¿No se
trata justamente de acceder al otro en su otredad?
¿Es posible un
acceso de este tipo? Y, si la respuesta es no, ¿tendríamos que admitir que
acceder al otro es, entonces, algo imposible?
El sujeto moderno
es el sujeto europeo, blanco, macho y burgués, pero se cree el modelo de lo
humano. Así, impone su identidad sobre todas las cosas, proyecta su yo sobre el
otro. Busca incorporarlo, incluirlo, integrarlo, pero ¿a qué costo? ¿Puede el
sujeto incluir al otro sin que el otro pierda su especificidad? ¿No hay en toda
inclusión siempre una pérdida? ¿Sabés qué? Vamos a ponernos de acuerdo en
algunas cosas, ¿dale? ¿No hay siempre alguien que integra expandiendo su yo y
un otro integrado que va perdiendo su otredad? El sujeto occidental siempre ha
pretendido integrar al diferente.
Pero ¿cómo ha
sido esta historia? ¿Quién es el otro de Occidente?
El otro no es, no
existe. Es el excluido permanente, el que siempre queda afuera. Si el otro
fuera, sería algo. Y, si el otro es algo, se vuelve un objeto para el yo que se
lo apropia y, en ese acto, lo fagocita, lo disuelve. Así, el yo, o como lo
llama Emmanuel Lévinas,"lo mismo" se totaliza, hace pasar su yo o su
mismidad como si fuese todo lo que hay. Y por fuera del todo no puede haber
nada. Pero, cuando todo parece seguro y cerrado en las coordenadas que el yo
impone, irrumpe el otro. Nunca pide permiso. Es inesperado. Golpea la puerta de
mi casa. Solicita y exige una respuesta. Exige. El otro se vuelve una amenaza. El
valor más importante para el yo es su propia seguridad. El yo construye
sentido......adaptando todo lo que lo excede a sus propios parámetros. Y, así,
logra estabilidad. "Toda búsqueda de sentido es siempre una búsqueda de
seguridad", dice Nietzsche. Pero el otro golpea y desestabiliza. El otro
es como un palo en el engranaje que detiene esa totalidad que venía funcionando
bien. La totalidad nunca cierra porque siempre hay un otro. Adentro del muro,
todo parece funcionar a la perfección, pero el muro se vuelve invisible. Y
afuera están los otros, que, desde su indigencia, golpean la puerta y esperan
una respuesta.
Nuestra identidad
es igual a la de los otros, pero, a la vez, diferente.
Por un lado,
todos somos iguales porque somos parte de un todo que nos nuclea, la humanidad;
pero también y, al mismo tiempo, soy un individuo diferente, singular. Por
ejemplo, este aro es igual a este aro. ¿Soy igual a los otros? Porque son dos
aros diferentes. ¿O soy diferente? Si no fueran dos aros diferentes, no serían
iguales. ¿O soy al mismo tiempo igual y diferente? Sino que serían el mismo
aro.
En cierto modo, somos
todos igualmente diferentes. Somos iguales por ser todos diferentes. Para que
haya igualdad, tiene que haber diferencia. Solo puedo igualar dos entidades
diferentes. La igualdad es una de las formas de la diferencia. Por eso, si
estamos siempre relacionándonos con otros, interfiriéndonos mutuamente, contaminando
nuestras identidades, ¿podemos separarnos tan tajantemente de los otros? En
esta dialéctica permanente, ¿no somos todos un poco... otros?
Frente al
extraño, podemos diferenciar dos modos de vinculación: la tolerancia y la
hospitalidad. "Tolerancia" viene del latín y se asocia a la idea de
soportar, hace referencia al grado de admisión frente a todo lo que es
contrario a nuestras costumbres. Es que, aunque el otro sea muy diferente a mí,
al otro hay que tolerarlo porque el otro es un prójimo. Hay un principio de
proximidad que hace del prójimo alguien cercano. Un prójimo es alguien próximo
que, por ello, se vuelve uno de los propios. Pero en ese acto, pierde su
otredad. La tolerancia nunca termina de alcanzar completamente al otro, ya que
el problema no es el prójimo, sino el distante, el ajeno, el extraño, el
extranjero, aquel que queda absolutamente por fuera de lo propio, aquel cuya
presencia nos amenaza, nos pone en peligro. Su diferencia nos desestabiliza. Por
ejemplo, si invito a alguien a mi casa y
se comporta en consonancia con mis costumbres, no hay ningún problema. Pero, si
el invitado viene con sus propias costumbres, se me abren dos opciones: o lo
tolero o lo echo. Y, en ambos casos, lo niego como otro. Pero ¿cuáles son los
problemas de la tolerancia?
Primero, el que
tolera siempre ejerce el poder. Tolerar es expandir los límites de lo posible,
pero los límites los sigo poniendo siempre yo. ¿No debería la verdadera
tolerancia tolerar lo intolerable? El que tolera se vuelve portador de la
racionalidad, y el intolerante, alguien primitivo.
La tolerancia se
presenta como un acto de civilización y paz. Mientras que la intolerancia, como
salvajismo, barbarie, guerra. En nombre de la tolerancia, se han generado los
peores dispositivos de exclusión. Ser intolerante con el que se cree que es
intolerante, ¿no es traicionar la tolerancia?
Por último, si
tolerar es soportar, ¿no es siempre negativa mi relación con el otro, en el
sentido de tener que aguantar su diferencia en lugar de involucrarme en ella? Tolerar
sin abrirme a la diferencia no me transforma, pero, sobre todo, no transforma
al otro, se lo sigue subordinando. Así, la tolerancia no resuelve la cuestión del
otro, pero, entonces, ¿cómo nos relacionamos con el otro sin suprimirlo?
¿Cómo no caer en
una paradoja? Es que, si lo tolero y lo hago propio, deja de ser un otro.
Y, a la inversa, si
sigue siendo un otro, no entra en mis parámetros y no hay vínculo posible.
En ambos casos,
no hay un otro. ¿Tengo que aceptar, entonces, que mi relación con el otro es
algo imposible?
El verdadero otro
no es aquel del que me apropio, sino un radicalmente otro, como diría Derrida, ya
que escapa a cualquier parámetro. Es lo incomprendido, lo que me excede. Lo
insoportable. El otro es siempre un monstruo, ya que lo monstruoso expresa
mejor que nadie la idea de lo que no encaja. Al monstruo le temo. Me siento en
peligro. Temo verme invadido, desapropiado, salido de lo propio. Salido de lo
propio.
La otra manera de
relacionarme con el extraño es desde la hospitalidad. En el recibimiento
hospitalario, se abre la puerta al extranjero, pero ya no condicionándolo como
en la tolerancia. La hospitalidad implica la existencia de una diferencia
radical. El otro ya no es un igual, sino un diferente. Es necesario, como
plantea Lévinas, que el otro sea una exterioridad irreductible al sujeto. Abrirnos
a él ir en contra de nosotros mismos. La hospitalidad no resuelve la cuestión
del otro, pero nos enseña a desapegarnos de nuestro yo, de nuestro ego. Asume
que nuestro vínculo con el otro es imposible, pero resignifica esa
imposibilidad en la posibilidad de transformarnos a nosotros mismos, de entender
que, en definitiva, todos somos extranjeros. Todos somos otros.
Una figura que
nos permite comprender la radicalidad del otro es la figura del animal. Hasta
dónde somos realmente hospitalarios? En Occidente, al otro se lo come. Es tan
otro que no aplica y por ello queda fuera de todo derecho. No hay reflexión ni
culpa, ni racionalidad. Y no solo queda fuera del derecho sino, además, de toda
condición ontológica. El otro no solo no pertenece, sino que su disolución es
necesaria para mi supervivencia. El otro me llena, me engorda, me expande.
El otro, el
animal, su muerte, la industrialización de sus cuerpos, su domesticación se
justifica en nombre de nuestra supervivencia
Justifico siempre
la muerte del otro para que mi propia vida se expanda.
La justifico de
tal modo que el otro se suprime como otro y se vuelve algo que alimenta lo
propio. Nos preocupa la relación con lo animal, pero, sobre todo, con aquellos
seres humanos con los que nos vinculamos del mismo modo que lo hacemos con el
animal. Por eso, Derrida nos ayuda a pensar la cuestión animal desde otra
perspectiva. Si, hasta ahora, siempre diferenciamos al ser humano de lo animal a
partir del uso del lenguaje, ¿no podríamos pensar la distinción desde otra
pregunta? No tanto si los animales hablan o piensan, sino como planteaba
Bentham: ¿los animales sufren?
Cuenta Lévinas que,
en el campo de concentración, durante el régimen nazi, había un perro que
deambulaba por allí. Cuando los prisioneros regresaban de trabajar, ese perro
al que llamaban Bobi los recibía ladrando de alegría. Ningún hombre –dice
Lévinas–, sino un perro los reconocía como seres humanos". Solo un animal recompuso
la humanidad que el ser humano estaba destruyendo. ¿Cuánto le debemos al otro?
Pensar éticamente
el vínculo entre lo humano y lo animal es pensar nuestra responsabilidad el
sufrimiento de los otros. ¿Quiénes son hoy nuestros animales? Pero ¿dónde está
el otro? ¿Afuera o adentro?
Hay un filósofo
francés llamado Jean-Luc Nancy, que hace unos años sufrió una enfermedad
cardíaca degenerativa que solo podía resolverse con un trasplante de corazón. El
trasplante lo salvó y, obviamente, cambió su vida e impactó de lleno en su
filosofía.
Al poco tiempo,
lo convocaron a disertar en un congreso en Europa sobre la cuestión del
extranjero; y Nancy decidió narrar allí la experiencia de su trasplante. No fue
casual, su propio corazón lo estaba matando, pero fue el corazón anónimo de un
otro el que lo salvó. Lo propio lo estaba destruyendo, lo extraño le dio vida. Qué
paradoja.
Nancy decidió
titular la disertación con el nombre de "El intruso".
¿Cuál corazón era
el intruso? ¿El ajeno o el propio? ¿No somos todos mixtos? ¿No somos todos
otros?